Does Public Expenditure on Education Improve Well-Being?International Evidence
¡El mes pasado recibí una de las mejores noticias de mi vida académica! Mi primer artículo científico ha sido aceptado para su publicación. En lo personal, fue un momento de inmensa alegría y orgullo, porque, como muchos sabéis, no ha sido un camino fácil. Desde que empecé el doctorado, he tenido que compatibilizarlo con mi trabajo a tiempo completo, haciendo malabares para encontrar tiempo para mi familia y amigos. Es aquí donde quiere hacer mención al esfuerzo, aportaciones y apoyo de mis coautores, David Patiño y Paco Gómez, sin los cuales este artículo no habría sido posible.
El recorrido de este artículo ha sido largo. Aunque surgió de un trabajo final de máster con mucho potencial, requirió adaptaciones metodológicas profundas y un periplo de revisiones que duró más de un año y medio.
Aprovechando que este es mi blog personal, quiero compartir con vosotros mi enfoque sobre la publicación científica y algunos detalles interesantes que no aparecen el artículo.
¿Qué pretendía la investigación?
Siempre me ha gustado defender que la finalidad del artículo era obtener una valoración no monetaria de la rentabilidad social del gasto público en educación. Os preguntaréis qué aporta esto con respecto a las mediciones del retorno individual o social de las teorías del capital humano, en la que se cuantifica el retorno marginal por cada año o unidad monetaria invertida en educación. Vamos a tratar de desgranarlo en los siguientes párrafos.
Relación entre educación y bienestar
Cuando analizamos la relación entre la educación y el bienestar personal, la intuición nos lleva a pensar que siempre es positiva, y de hecho, muchos estudios así lo confirman. Es decir, se suele asumir que un mayor nivel educativo se traduce en un mayor bienestar individual, medido a través de la satisfacción con la vida o el bienestar subjetivo. Esto puede ocurrir por un impacto directo (mayor nivel cultural, cognoscitivo) o indirecto (mejores empleos, mayores ingresos, incluso mejor salud). Sin embargo, existe evidencia empírica en sentido opuesto, y es que en algunos casos, un mayor nivel educativo puede estar asociado a un menor bienestar. ¿Por qué?
Uno de los motivos esgrimidos con frecuencia son las expectativas insatisfechas. Es decir, normalmente una persona invierte en educación con la expectativa de obtener un mejor puesto de trabajo, mayores ingresos o reconocimiento social. Sin embargo, la realidad es que muchas de estas personas se sienten profundamente frustradas al no ver cumplidas esas expectativas. Esto puede derivar en una fuerte sensación de insatisfacción y frustración, impactando negativamente en su bienestar subjetivo. Un reflejo palpable de esta situación lo encontramos en muchos jóvenes de la España actual, que se enfrentan a mercados de trabajo saturados por una oferta laboral cualificada, salarios precarios y un encarecimiento desproporcionado del coste de la vida, que les hace cuestionarse si realmente ha merecido la pena el esfuerzo y sacrificio de años de estudio.
Por otro lado, la educación tiene costes elevados, que a menudo pasan desapercibidos. No solo hablamos del gasto directo (matrículas, libros, alojamiento), sino también del enorme coste de oportunidad de no trabajar durante el periodo de formación. Con la estructura actual de grado + máster, este periodo puede ser de hasta 5 años, lo que implica una pérdida de ingresos estimada entre 80.000 y 100.000 euros (considerando un salario entre el SMI y el salario medio para jóvenes de 25 a 30 años). Teniendo en cuenta que los salarios de la población joven con estudios universitarios no son muy superiores a la de población con menor nivel de estudios, la brecha puede tardar varios años en cerrarse, por lo que la rentabilidad de la inversión se diluye.
Además de estos costes, la educación también introduce cierto coste de salud, especialmente mental, en determinados sectores, como estudiantes de familias con escasos recursos, que tienen la presión de rendimiento para becas o de no poder permitrse fallar porque no dispondrían una segunda oportunidad, o en entornos académicos de alta competitividad.
Finalmente, un tercer componente es que los trabajos asociados a esa formación, en algunos casos implican un mayor estrés, una mayor carga de trabajo, o incluso una mayor responsabilidad. Esto puede llevar a un deterioro del bienestar subjetivo, ya que la persona puede sentirse abrumada por las exigencias del trabajo, lo que contrarresta los beneficios esperados de la educación.
La óptica social
Con todo lo anterior, cabría esperar que la relación fuera idéntica si se observara desde un prisma individual o social. Sin embargo, esto sería caer en la falacia de la composición. A nivel social, la relación se vuelve más compleja. Aunque una parte de la población pueda experimentar un menor bienestar individual, esto no tiene por qué traducirse necesariamente en una menor satisfacción para el conjunto de la sociedad.
La población en su totalidad puede beneficiarse de los impactos y externalidades positivas de la educación: avances tecnológicos, innovación, una población cualificada en ámbitos clave como la sanidad o la educación, y mayores niveles de productividad. Y esto puede ocurrir, incluso, sin que se traduzca en un mayor bienestar directo para las personas que generan esos beneficios.
¿Por qué el bienestar?
Primero, por cuestiones metodológicas. La satisfacción global, utilizada como proxy de la utilidad experimentada por la persona, es un enfoque holístico que abarca efectos que van más allá de lo monetario y que son difíciles de medir en esos términos (como la salud, el contexto social o la cultura). Además, permite captar tanto los efectos directos como los canales indirectos por los que la educación incide en la vida de las personas. Al ofrecer una respuesta global y aparentemente no ligada directamente al objetivo del estudio, se evitan comportamientos estratégicos en las respuestas y se obtiene una valoración neta y completa de todos los factores que inciden en el bienestar individual.
Segundo, y esta es una apreciación más personal, concibo el dinero, el reconocimiento social o el nivel cultural como medios para alcanzar un fin: la felicidad. Pero no la felicidad como un sentimiento efímero o hedonista, sino en un sentido eudaimónico, como un estado de satisfacción y plenitud personal. En este contexto, la felicidad se convierte en el fin último, el objetivo supremo. Aunque es un objetivo heterogéneo y con un alto grado de subjetividad, se puede crear un sustrato universal para que el bienestar general de la población aumente. Se trata de ir un paso más allá, no quedarse solo en los medios.
Hallazgos
En el artículo probamos que el gasto público en educación tiene un efecto positivo sobre el bienestar de la población. Sin embargo, el efecto no es homogéneo entre niveles educativos. Así, el único nivel que tiene un efecto positivo y significativo es el gasto en educación terciaria. Por el contrario, el gasto en educación primaria y secundaria no tiene un efecto significativo sobre el bienestar.
Esto podría deberse a varios motivos. Por un lado, en Europa, que es el ámbito geográfico de estudio, la educación primaria y secundaria al estar extendida de forma universal y con un nivel de calidad relativamente elevado, es probable que el efecto marginal de cada unidad monetaria adicional invertida esté saturado, por lo que la población no perciba un aumento del bienestar ante incrementos adicionales del gasto. No es así en el caso de la terciaria, que todavía tiene amplío margen de mejora en el acceso al servicio y que todavía hoy brinda cierta diferenciación en el mercado laboral, por lo que la población sí percibe un aumento del bienestar ante incrementos del gasto. Por otro lado, las externalidades de la educación terciaria que van más allá de la formación de capital humano, como los efectos spillover de la investigación, la innovación, el capital social o el dinamismo cultural, quizás sean más perceptibles por la población, lo que podría explicar el efecto positivo sobre el bienestar.
Además, el efecto no es homogéneo entre los sectores de la población. Así probamos que la población que tiene a situarse en un posicionamiento ideológico más conservador, tiene un efecto menor, aunque positivo, que la población con una ideología más progresista. Este tipo de matizaciones son importantes, sobre todo cuando se incluyen más variables como el nivel de ingresos, edad, etc. ya que permiten adecuar las políticas de gasto público para optimizar el efecto sobre la población.
Líneas futuras de investigación
Una de las limitaciones principales con las que nos encontramos es la disponibilidad de datos agregados a nivel internacional. La mayoría de estos estudios se sesgan involuntariamente hacia países desarrollados, que cuentan con fuentes oficiales de datos y una amplia disponibilidad.
Sería muy interesante investigar si estos patrones observados en países europeos se mantienen en países en vías de desarrollo, donde la educación primaria y secundaria aún no están universalizadas y el gasto público en educación terciaria es muy limitado.
Además, disponer de datos de panel nos permitiría utilizar una metodología aún más robusta, pero, por ahora, la disponibilidad de datos es la que es.
¿Dónde se puede leer?
El artículo ha sido publicado en la revista Kyklos, en Open Access, gracias a la financiación de la Universidad de Sevilla, y lo podéis encontrar en el siguiente enlace: Podéis leerlo en abierto aquí
Resumen en audio
Os dejo un resumen de audio tipo podcast del artículo, generado por Google NotebookLM: Escucha aquí mi resumen de audio